Por: Heriberto Florillo
El día en que vi a mi madre torcer el pescuezo de una gallina para hacer un sancocho rompí en desconsolado llanto y no quise probar carne, ni de res, ni de pollo, ni de cerdo, en varios años.

Me pareció entonces terrible que tuviéramos que matar animales para sobrevivir, habiendo yuca, granos, tantos alimentos vegetales que alcanzaba a contar yo. Con el tiempo, entre las idas a las fincas y las habilidades de mi madre en la cocina, me acostumbré, poco a poco, como casi todo el mundo, a la matanza generalizada de aves y de reses que terminaban sazonadas y devoradas sobre mi plato.

Esto para dejar en claro que llevo comiendo carne de animal hace medio siglo y que mis reflexiones no obedecen a una filiación puritana de fanatismo ni, mucho menos, de insobornable vegetarianismo. No soy nadie, pues, para tirar la primera o milésima piedra contra toreros y taurinos, que viven y gozan la llamada fiesta brava en la que se tortura y se mata casi siempre al toro. Soy un culpable más, aunque eso no imposibilite este acto de conciencia.

Las corridas, es cierto, como las corralejas y las peleas de gallos, son cultura y tradición. Cultura y tradición se han vuelto también el narcotráfico y la corrupción, tanto como hacinar animales en lugares iluminados con artificio, para que, ayudados por la ciencia, crezcan gallinas de ocho muslos que no dejan de poner huevos y cerdos salchichas, de diecisiete costillas, porque son esas las presas que preferimos los humanos.

Se trata de una obviedad que tiende a escamotearse. Los taurinos no están solos en esto de la tortura y las matanzas de animales. Los llamados seres humanos llegamos a este planeta, al parecer, con la intención de matar por miedo, por placer y por supervivencia, a los demás animales. Cuando un gobierno, por ejemplo, quiere acabar con un pueblo o gobernante enemigo lo animaliza, lo bestializa, borra de él la racionalidad y la ternura, para justificar su exclusión y su muerte. En últimas, las corridas de toros y las peleas de gallos simbolizan, sobre todo, lo que los «humanos» hacemos con quienes creemos que no lo son: nuestras víctimas, por débiles y, por fuertes, nuestros enemigos.

Y eso es también parte de nuestra cultura (que no siempre es «buena», como algunos piensan). Habría que exaltar o cultivar en nosotros otras conductas. Pero, bueno, poco hemos tenido en cuenta la opinión de los animales. Con seguridad, porque al parecer sentimos que no la tienen. Como tampoco tenían alma los negros ni los indígenas en tiempos de la Conquista, antes de Claver y De las Casas.

Es cierto, el toro de lidia está al amparo de los taurinos, que los crían y los cuidan. Como cuidan y crían sus pollos, cerdos y otros animales los empresarios de embutidos. Son su negocio.

Cierto, también, los toreros han hecho un arte de su enfrentamiento con los toros. Nadie puede negar la belleza y la poesía en tantos pases magistrales. Pero en Portugal montan hoy corridas sin tortura ni muerte para el toro, comprobando que se trata de dos cosas diferentes y que la muerte del toro no resulta esencial para la corrida. Quizás sí en épocas más salvajes, cuando las comunidades ritualizaban su cohesión social por medio de la sangre.

Los taurinos piden tolerancia y respeto por su libertad de expresión, algo que ellos no conceden a los demás seres vivos. Y en esto, insisto, no están solos. Casi todos aquellos que poseen zoológicos en el mundo sostienen, de igual modo, que mantienen a sus animales en libertad o que, si no fuera por ellos, los pobres morirían víctimas del inadecuado modernismo de las urbes sin vegetación, como si no fuera todo eso parte también de la colonización «humana».

Si algo de optimismo siembra en mí esta brava polémica es la convicción de que el día en que, como humanidad, les reconozcamos a los demás seres del planeta su derecho a vivir en paz, habremos dado ya nuestro mejor paso adelante por un verdadero respeto, también, de los derechos humanos.

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